Archivo
El origen del gol olímpico
Con motivo de la disputa del Europeo Sub 21, se ha hablado mucho últimamente sobre el fútbol en los Juegos Olímpicos, ya que los tres primeros clasificados del torneo obtenían el pasaporte a Londres 2012. El fútbol olímpico, debido sobre todo a que lo juegan jugadores sub-23 y en sus inicios lo hacían amateurs, nunca ha llegado a tener la transcendencia que se merece. Sin embargo, nos ha dejado momentos para la historia, uno de ellos es el origen del gol olímpico.
Para contar esta historia nos tenemos que trasladar hasta el dos de octubre de 1924, fecha en la que disputaron un amistoso en Buenos Aires Argentina y Uruguay. Los partidos entre ambos siempre son muy emocionantes por la gran rivalidad que hay entre los dos. A esta cita los argentinos llegaban con un aliciente añadido: querían ganar a los charrúas porque eran los actuales campeones olímpicos.
En aquella época todavía no se había disputado ningún Mundial, el primero fue en 1930, por lo que haber logrado la medalla de oro en los Juegos Olímpicos era lo más parecido a ser campeón del mundo. De hecho, el nueve de julio, fecha en el que Uruguay se proclamó campeón olímpico en París 1924, es considerado actualmente como el “día del fútbol sudamericano”.
Volviendo al partido en sí, hay que decir que el encuentro se disputaba después de que el 28 de septiembre el árbitro Ricardo Vallarino lo hubiera suspendido a los cuatro minutos porque había tanta gente en el estadio que casi se metían en el terreno de juego. Con el balón ya rodando, el argentino Cesáreo Onzari dejó boquiabierto a todo el estadio en el minuto quince cuando logró batir al uruguayo Mazzali con un lanzamiento de saque de esquina. El colegiado dio validez al tanto, pese a que los uruguayos se tiraban de los pelos porque consideraban que marcar así era ilegal.
Sin embargo, el árbitro Vallarino días después se defendió de las críticas con la siguiente declaración: «Tengo la seguridad de haber actuado a conciencia, en ningún momento dejé de cumplir mi misión en la forma en que entendía debía hacerlo. Prueba de ello, los goles que sancioné, el primero de los cuales directamente de un córner, aún cuando esa nueva disposición del reglamento oficial no nos ha sido comunicada a los referees de la Asociación Uruguaya de Football». Y es que la International Board dio validez a los goles marcados de saque de esquina el 14 de junio de 1924.
El partido tuvo mucha polémica, Argentina ganó dos a uno, pero hubo mucho juego sucio. El albiceleste Adolfo Celli sufrió fractura de tibia y peroné, los uruguayos se quejaron de que el público argentino les tiró piedras y botellas y, por si no fuera poco esto, el charrúa Héctor Scarone le pegó una patada a un policía y terminó en la comisaría.
Aun así, la gente se olvidó de aquello una hacía más que hablar del magnífico tanto que había logrado Onzari, al que bautizaron como “el gol a los olímpicos”. Con el paso del tiempo, el gol a los olímpicos se transformó en “gol olímpico” y se comenzó a llamar así a todos los tantos marcados desde el córner en honor a Onzari. Aún así, pese a que el argentino ya se haya llevado para la posteridad la gloria por ese gol, el primero que logró batir desde el saque de esquina a un portero en un partido oficial fue el escocés Billy Alston en un partido de la segunda división de su país el 21 de agosto de 1924. Aunque tampoco hay que quitarle méritos a Onzari, ya que lo que sí que es cierto es que si su tanto no hubiera tenido tanta repercusión nunca se hubiera denominado a esa jugada como gol olímpico.
El récord de Maglioni
90 segundos. Un tiempo que puede ser un mundo en el ciclismo o el baloncesto, pero no en el fútbol, donde un minuto y medio es apenas un suspiro, un parpadeo. Sin embargo, hay un hombre que fue capaz de desafiar al reloj y reírse en su cara. Su nombre es Eduardo Andrés Maglioni, su gesta marcar tres goles en 90 segundos.
Maglioni nació el 14 de abril de 1946 en Reconquista, Argentina, y desde pequeño se vio que había nacido con un don por el que muchos jugadores darían su vida: el de marcar goles. De hecho, en sus inicios, gracias a un tanto suyo el modesto Atlético Sarmiento logró plantar cara al todopoderoso Santos brasileño de Pelé, contra el que lograron empatar a uno.
Esto no pasó desapercibido para el Independiente de Avellaneda, que decidió reclutarlo de manera inmediata para sus filas. Le salió bien la apuesta al “rojo”, pues Eduardo le dio magníficas tardes a su club al lograr 58 goles en los 135 encuentros que jugó. Aunque si hay una actuación de Maglioni que no olvida ningún hincha en Argentina, tanto de Independiente como de cualquier otra escuadra, es la que se dio el 18 de marzo de 1973.
Aquel día se disputó la tercera jornada del Campeonato Metropolitano, en la que el rojo recibió en la Doble Visera al Gimnasia de la Plata. Los locales llegaron al encuentro tras ganar a Ferrocaril Oeste gracias a un gol de Maglioni, que no se esperaba que iba a vivir su día más glorioso. El primer tiempo resultó muy igualado, aunque Independiente logró irse con ventaja al descanso gracias a un tanto del uruguayo Ricardo Pavoni.
Sin embargo, lo que ocurrió en el segundo tiempo fue algo de lo que aún hablan los libros de historia. Comprendió entre los minutos 49 y 51, por lo que más de uno se lo perdió porque aún andaba saboreando el bocadillo del descanso. En el 49 Maglioni marcó un gol, pero la cosa no acabó ahí, puesto que en minuto y medio logró hacer dos más ante el delirio de toda la grada, que no se acababa de creer ese orgasmo goleador que había experimentado su ariete.
La clave de la gesta estaba en que los puntas de Independiente tenían ensayada la ilegalidad de salir en dirección al campo contrario un momento antes de ponerse el balón en juego, por lo que en cuanto el esférico estaba en movimiento ya estaban encima de sus rivales. El árbitro no se dio cuenta del truco y, por ello, actualmente Maglioni está en el Guiness de los Récords como el goleador más prolífico de la historia: un hattrick en 90 segundos.
Una plusmarca que le acompañó durante toda su carrera tanto para lo bueno como para lo malo: “Lo más gracioso de todo es que cuando viajamos a Colombia querían que lo repitiera: ¿qué se creyeron, que era Superman?», recuerda cuando habla de sus gesta mientras añade: «Es un partido que se da una vez en la vida y no se repite».
No cabe duda de ello. Masashi Nakayama y Willie Hall pueden dar buena fe. El japonés hizo un hattrick contra Brunei en tres minutos y tres segundos, mientras que el inglés hizo lo propio contra Irlanda en tres minutos y medio. Ninguno de los dos, pese a su plusmarca, logró entrar en el Guiness de los récords. Y es que Maglioni puso muy caro entrar en los libros de historia.
Schilacci, el juguete roto de Italia 90
El fútbol, al igual que la vida, es como una montaña rusa: unas veces estás arriba y otras lo haces abajo, o viceversa. Sea como fuere, un claro ejemplo de ello es el delantero italiano Salvatore Schilacci. Y es que el ariete transalpino pasó de la nada a la gloria en un breve espacio de tiempo. Sin embargo, su estrella se apagó a la misma velocidad a la que había comenzado a brillar.
El Toto, sobrenombre con el que fue conocido, comenzó a dar sus primeros pasos en el mundo del fútbol en el AMAT Palermo, de su ciudad natal. Aunque Salvatore duró poco tiempo en el equipo de su tierra, apenas un año, y fichó en el 82 por el Messina, que entonces militaba en la Serie C, equivalente a la Tercera División española.
Allí Schillaci comenzó a destacar como un delantero oportunista y con chispa. Tanto que incluso logró acaparar el protagonismo de algún que otro artículo de la prensa local. Todo ello le llevó a fichar, contra todo pronóstico, en 1989 por uno de los grandes de Italia: la Juventus. Sin embargo, los bianconeri entonces vivían en una especie de depresión post-Platini y en la liga estaban a la sombra de Milan e Inter.
En tanto, la selección italiana estaba en pleno proceso de renovación preparando el Mundial del que iban a ser anfitriones en el 90. El seleccionador de aquel equipo, Azeglio Vicini, tenía como base de aquella escuadra a una camada de jugadores jóvenes muy importante con gente como Paolo Maldini, Gianluca Vialli, Giuseppe Giannini, Walter Zenga, Carlo Ancelotti o Andrea Carnevale. Sin embargo, ese equipo tenía una tara muy importante: le faltaba gol.
Por ello, tras una temporada más que aceptable aunque sin llegar a números extrasféricos, Vicini decidió incluirle para sorpresa del personal en la lista definitiva para el Mundial de 1990. Eso sí, en un principio, partía como una de las últimas opciones que tenía Italia para el ataque, pues en esa posición el seleccionador prefería a hombres como Vialli y Carnevale. Sin embargo, la gloria le estaba llamando a la puerta.
Toto, como era previsible, comenzó el torneo como suplente, pero su estrella se comenzaron a agigantar conforme fueron pasando los encuentros. En la primera fase, con tres goles, salvó a Italia de un ridículo mayúsculo y permitió que los azzurri pasaran la primera fase. Algo que hizo que en el tercer partido del campeonato se hiciera con una titularidad que ya no iba a abandonar en todo el torneo.
En los octavos y en los cuartos Schillaci dejó su sello marcando en ambos partidos, algo que le valió para pasar en apenas unos días del anonimato a ser una estrella mundial, el delantero que estaba en boca de todos. Sin embargo, Salvatore, que comenzó a ser apodado como “el padrino del gol” por sus orígenes sicilianos, no pudo evitar que Italia cayera derrotada en las semifinales del torneo contra la Argentina de Maradona.
Aun así, el delantero marcó en el partido por el tercer y cuarto puesto y logró hacerse con la bota de oro del torneo. Aunque él se quedó con algo más grande: en el torneo se había ganado el corazón y aprecio de todos los tifosi, quienes le consideraron como el mejor jugador de Italia en el Mundial. Sólo Roberto Baggio, que comenzaba a dar clases sobre el encerado, consiguió robarle algo de fama a Toto.
Aunque, lamentablemente para Schillaci, esto finalmente sólo se quedó en el bonito sueño de unas noches de verano. Regresó la competición a nivel de clubes y al Toto se le acabó la pólvora tan rápido como se había convertido en una estrella, pues en las dos siguientes temporadas en la Juventus apenas anotó nueve goles.
Las puertas de la selección, además, se le cerraron de manera definitiva y los aficionados azzurri que tanto le aclamaron por sus goles en el Mundial le olvidaron pronto debido a la confirmación de Baggio como un ‘fuoriclassi’ y la fulgurante aparición de otros delanteros como Signori o Casiraghi.
Por ello, en el verano del 92 firmó por el Inter de Milán, donde tampoco logró cuajar y se dio cuenta de que, definitivamente, su estrella se había pagado. Así un año más tarde los neroazzurri no pusieron ninguna traba en que Salvatore firmara por el Jubilo Iwata japonés, convirtiéndose de esa manera en el primer jugador italiano que jugaba en esa liga.
Allí, con buenas cifras realizadoras, vivió sus últimos días en el mundo del fútbol. Mirando, quizás, con nostalgia aquellos días en el que su estrella emergió pero que desapareció con la misma fuerza y rapidez que llegó al firmamento.
La Bombonera, 70 años latiendo fútbol
El 25 de mayo es una fecha especial para todos los argentinos. No sólo porque en este día en 2010 se haya cumplido el bicentenario de la revolución de mayo, sino porque también un 25 mayo se inauguró la Bombonera y ahora acaba de cumplir 70 años. Habrá quien se pregunte que, quizás, esto sólo es especial para los hinchas de Boca Juniors. Sin embargo, qué aficionado argentino, o del fútbol en general, no ha soñado alguna vez con jugar en tan emblemático estadio o ser una garganta más de las que anima en cada encuentro sin cesar.
Pese a todo, La Bombonera no fue el primer campo en el que jugo Boca, ya que para acabar jugando en su actual casa antes tuvo un largo peregrinaje. A comienzos de siglo, el club xeneize no disponía de campo propio para jugar y tenía que hacerlo en la misma cancha en la que lo hacía Indenpendecia Sud. En aquellos años en Buenos Aires había unos 350 equipos y encontrar un territorio propio en el que jugar resultaba una misión cuando menos imposible.
Cuando Boca se inscribió en la Federación Argentina para jugar torneos oficiales nuevamente tuvo que hacer las maletas y puso rumbo a unos terrenos que estaban cercanos a las Carboneras Wilson e Hijos, muy conocidas por aquel entonces. Aunque su estancia allí fue breve y en 1912 se marchó a un campo que estaba a apenas 100 metros del que había abandonado. El campo no acabó por convencer a los directivos de la entidad y, por ello, en 1914 tomaron una decisión muy arriesgada: abandonar el barrio de la Boca.
El traslado a Wilde provocó que el futuro del club estuviera en peligro, ya que éste pasó de tener 1500 socios a apenas 300. Ante tal situación, ya que Boca Juniors no podía vivir sin sus fans, y viceversa, los directivos decidieron en 1916 devolver al conjunto xeneize a su barrio originario. Casualmente, esto también se produjo un 25 de mayo. Así en 1918 Boca compró un territorio de 21.471 m2 en el que construir su nuevo estadio, uno en el que cupieran todos los hinchas de Boca y alguno más. Sin embargo, lo que parecía un sueño, en un principio, no trajo más que problemas al club. Los terrenos comprados dieron más de un quebradero de cabeza porque no tenían la capacidad suficiente como para albergar un estadio tan grande como el que se había pensado.
Esto puso en una encrucijada a los rectores del club: era prácticamente imposible encontrar en el barrio un territorio más grande y la idea de abandonar sus orígenes otra vez ni se la imaginaban. Por ello, se agudizó el ingenio y se creó un concurso para que los arquitectos presentaran un proyecto original en el que se aprovechara el espacio lo máximo posible. En tanto, se construyó unas gradas de madera en los terrenos mientras se dirimía el ganador del concurso.
Finalmente, los ganadores de éste fueron los ingenieros José Luis Delpini, Viktor Sulsic y Raúl Bés. Se tiraron por tanto las gradas de madera que se habían levantado y el 18 de febrero de 1938 se colocó la primera piedra y el 30 de agosto comenzaron las obras. Mientras, Boca tuvo que marcharse a Ferro a jugar mientras le acababan de construir su casa. Así los Xeneizes disputaron su primer encuentro en La Bombonera el 25 de mayo de 1940 en un partido que enfrentó a Boca contra San Lorenzo. Curiosamente, éste choque se jugó a dos tiempos de 35 minutos porque no tenía el campo aún un sistema de luz. Boca se impuso por 2-0
Para el primer partido oficial hubo que esperar hasta el 2 de junio, fecha en la que jugaron contra Newls. El estadio no tuvo nombre hasta el 20 de abril de 1986, cuando se le denominó como «Camilo Cichero», uno de los primeros presidentes del club. En diciembre del 2000, la cancha pasó a denominarse como «Alberto J. Armando». Aun así siempre será conocido como La Bombonera. Cuenta la leyenda que este nombre viene de que a Viktor Sulsic, uno de los arquitectos del campo, le regalaron una caja de bombones y se asombró con el parecido al proyecto que tenía en sus manos y por eso lo bautizó como bombonera. De eso hace ya 70 años, tiempo en el que el campo nunca ha dejado de latir fútbol y pasión por los cuatro costados.
Luis Monti, el superviviente de Mussolini
La vida dicen que es una carrera en la que normalmente suele ganar el más fuerte. Aquel que pese a recibir muchos palos, sabe levantarse y seguir adelante. Un ejemplo de ello es Luis Monti, posiblemente el único jugador de la historia que nunca hubiera querido disputar dos finales de un Mundial.
Monti nació en Argentina en 1901, una época en la que el fútbol, tal y como lo conocemos hoy en día, comenzaba a dar sus primeros pasos. En la década de los años 20, donde todavía reinaba el amateurismo, Monti comenzó a destacar en el San Lorenzo de Almagro, pese a su juego duro. Por ello, fue llamado a la selección argentina y tiene el honor de haber marcado el primer gol del conjunto albiceleste en un Mundial: contra Francia en 1930.
Sin embargo, pocos días más felices tendría nuestro protagonista en los Mundiales. En aquella Copa del Mundo de 1930, la argentina de Monti llegó a la final contra Uruguay. Sin embargo, el día del partido decisivo Monti no era el mismo de siempre. Se le veía muy nervioso y retraído. Además, se le había visto llorar en el vestuario y no era de emoción precisamente. La razón de ello era que los días previos a la final el jugador había sido amenazado con que si ganaba Argentina la familia de Monti y el propio Monti lo sufriría.
Por ello, el siempre bravo y duro Monti se mostró durante el encuentro muy manso y blandó. Su compañero Pancho Varallo lo tenía claro: “Si un uruguayo se caía, él lo levantaba. Monti no debió jugar aquella final, estaba muerto de miedo”. Finalmente, Uruguay ganó 4-2 y Monti salvó la vida pero los argentinos lo odiaron para siempre. Los aficionados comenzaron a llamarle maricón, cobarde y demás improperios cada vez que se lo cruzaban.
Por ello, cuando meses después recibió una proposición para que se nacionalizara italiano, y así jugar con la selección trasalpina, no se lo pensó dos veces: aceptó. Sin embargo, el tiempo demostró que no era una casualidad que jugara con los ‘azzurri’. Mussolini estaba obsesionado con que su país ganara el Mundial de 1934 y estaba convencido de que con Monti en su equipo aquello sería más posible.
De hecho, las amenazas que recibió Luis antes de jugar la final del Mundial de 1930 procedían de italianos que querían crear un ambiente de tensión en torno al futbolista para que éste así, con la opinión pública en su contra, aceptara la proposición de jugar para Italia. Los espías Marco Scaglia y Luciano Benti fueron los que llevaron a cabo todo el proceso de intimidación. Incluso, se rumorea que uno de ellos dos dijo las siguientes palabras sobre Monti antes de comenzar la final de 1930: “Dentro de 90 minutos sabremos si tendremos que matarlo a él, a su madre u ofrecerle dinero para que defienda a Italia en el próximo Mundial”.
Ya en el Mundial de 1934, Il Ducce se encargó de amenazar de muerte a todo aquel que pudo, incluidos sus propios jugadores, con tal de que Italia ganara. Así no extrañó que el campeonato fuera bochornoso en cuanto a lo que el arbitraje se refiere. Especialmente en los cuartos de final, donde Italia se medía a España. En dicho encuentro los transalpinos se emplearon con una gran dureza que no fue sancionada por el árbitro. Tal fue el caso que el encuentro acabó en empate (1-1) y España tenía para el replay, que perdió a siete jugadores lesionados.
Incluso los propios italianos reconocieron que no habían jugado limpio. “Menos mal que ganamos. Mejor dicho, ganó Monti. Les pegó a todos, creo que hasta al seleccionador español. El árbitro no vio nada en el gol de Meazza y los españoles le querían matar. Pero eligió: si lo anulaba le mataban los italianos”, indicó Orsi, otro de los argentinos nacionalizado italiano.
En las semifinales, otro bochornante arbitraje propició que los anfitriones derrotaran a Austria y así se plantaran en la gran final contra Checoslovaquia. El día antes de jugar el decisivo encuentro, Mussolini bajó a la zona de vestuarios y les espetó lo siguiente a los jugadores: “Señores, si lo checos son correctos, seremos correctos. Eso ante todo. Pero si nos quieren ganar a prepotentes, el italiano debe de dar el golpe y el adversario caer. Buena suerte para mañana y no se olviden de mi promesa”. Al finalizar su discurso, se llevó las manos al cuello simulado el gesto de un corte.
Ya durante el encuentro, a los italianos se les notaba muy nerviosos. Sabían que en cada balón su vida podía estar en juego y les podía la presión. Al descanso se llegó con 0-0 y Mussolini, fue a hablar directamente con el seleccionador, Vittorio Pozzo: “Señor Pozzo, usted es el único responsable del éxito, pero que Dios lo ayude si llega a fracasar».
Tras esto, Pozzo, preso de la desesperación, advirtió a sus jugadores de lo que supondría perder aquella final: «No me importa cómo, pero hoy deben ganar o destruir al adversario. Si perdemos, todos lo pasaremos muy mal». Durante la segunda mitad, se mascó la tragedia: Pue adelantó a los checoslovacos en el minuto 70, con apenas 20 para reaccionar.
Sin embargo, finalmente Orsi empató el choque y los italianos explotaron de júbilo. En la celebración del tanto, Orsi notó que Monti le estaba dando patadas como un loco y le dijo: “Quieto, Luis, no me pegues más, que no soy un rival. ¡Deja de darme patadas!”. A lo que Monti le respondió: “Es que nos salvaste la vida”. Ya en la prórroga Schiavio marcó el gol definitivo que estableció el 2-1 para Italia. Entonces Monti resopló y supo que podía estar tranquilo. En cuatro años había jugado dos finales amenazado de muerte y había logrado salir vivo de la experiencia.
Jacobo Urso: Dar la vida por un escudo
“Esto ya no es lo que era”. Esta afirmación, actualmente, se puede aplicar a cualquier ámbito de la vida cotidiana. Uno de ellos es el fútbol, donde raramente un jugador pasa más de tres años seguidos en un mismo club. Sin embargo, siempre quedarán en la memoria futbolistas como Jacobo Urso, que demostró lo que significa amar una camiseta.
De origen italiano, Jacobo Urso nació en Boedo (Argentina) en 1899, cuando el fútbol comenzaba a dar sus primeros pasos en el país sudamericano. Más tarde, en 1908, se fundó el San Lorenzo de Almagro de la mano del Padre Lorenzo Massa.
Un día, uno de los chicos que jugaba al balompié en la puerta de la Iglesia San Antonio, no vio que venía un tranvía y éste se estrelló de lleno contra otro al tratar de esquivarle. Enseguida, el chico se lanzó contra el conductor y lo insultó ante la mirada horrorizada del cura.
“Dentro de la iglesia, tengo un terreno. Si se animan a limpiarlo y a emparejarlo, les prometo que les hago fabricar los arcos para que puedan jugar ahí”, les dijo Massa a la banda de amigos del muchacho. Únicamente les puso dos condiciones: que siguieran el catecismo y que fueran los domingos a misa.
Los chavales cumplieron con lo acordado y de ahí surgió el San Lorenzo de Almagro. Años más tarde, Jacobo Urso conoció al Padre Massa y éste, sabedor de la afición del Urso por el fútbol, le invitó a que se uniera a los “cuervos”, nombre con el que es conocido el club en Argentina.
Así en 1915, con apenas 16 años, Urso se enfundó por primera vez la camiseta azulgrana para jugar de extremo izquierdo en la Sexta División. El ‘deporte rey’ no se profesionalizó en el país albiceleste hasta 1931, por lo que Jacobo compitió como amateur o, lo que es lo mismo, sólo por amor a una camiseta.
El 7 de mayo de 1916 cumplió un sueño al debutar en Primera División ante Estudiantes de La Plata, el día de la inauguración oficial del Gasómetro de Avenida La Plata (estadio de los azulgrana). Aunque su fútbol rozó su mayor nivel entre 1919 y 1920. Además de por su calidad, siempre fue muy aclamado por la afición por darlo todo sobre el campo.
«No lo lamento por mi, sino por mi club que necesita de mis esfuerzos para escalar los puestos que faltan para colocarse San Lorenzo a la cabeza del campeonato, con las tribunas que hemos construido somos el mejor club de Buenos Aires», declaró un día que no podía jugar al diario “El Telégrafo”.
El 30 de julio de 1922, San Lorenzo se enfrentaba con Estudiantes de Buenos Aires, en la cancha del barrio de Palermo. En este encuentro, ante la lesión de Luis Vaccaro, Jacabo Urso se vio obligado a jugar de mediocentro.
A los diez minutos del segundo tiempo, con 0-0 en el marcador, Jacobo fue a disputar una pelota en el medio campo contra dos rivales, Comolli y Van Kammenade. Sin embargo, sufrió un choque muy fuerte que le hizo quedarse durante varios minutos tendido en el suelo. Al reincorporarse, escupió sangre.
Al ver la gravedad del choque, el entrenador de Urso le animó a que abandonara el terreno de juego. Pero en esa época no existían los cambios y el salir del campo significaba dejar a San Lorenzo con diez jugadores, lo que para Jacobo resultó una ofensa
El centrocampista únicamente bebió un poco de agua y cogió un pañuelo que mordió para soportar mejor el dolor. Tras esto, siguió a lo suyo: dándolo todo para llegar a la victoria
A la media hora de la segunda parte, el pañuelo, blanco impoluto, ya estaba teñido de completamente de rojo por la sangre desprendida por un Jacobo al que el físico le empezaba a fallar. Sin embargo, sacó fuerzas de donde no las había para llegar hasta el fondo del campo y mandar un centro con la zurda que su hermano Antonio cabeceó a la red y que, a la postre, significó el triunfo para San Lorenzo.
Pero Jacobo no pudo celebrarlo, es más, puede que ni tan siquiera llegara a verlo, y es que, tras su asistencia, cayó desfallecido al suelo. Rápidamente fue trasladado al hospital Ramos Mejía, donde confirmaron que tenía una costilla fracturada, completamente hundida e incrustada en un pulmón.
Así, después de dos operaciones y una semana de agonía, el 6 de agosto su corazón dijo basta y tras 107 partidos (en los que anotó 6 goles) puso fin a su trayectoria como jugador de San Lorenzo. En el Gasómetro se erigió entonces un busto de bronce y una placa con su nombre, su fecha de nacimiento, la de su muerte y la de su hazaña hasta que éste fue derribado.
Hoy en día el museo del San Lorenzo lleva su nombre, al igual que su corazón llevó para siempre marcados el rojo y azul de los “cuervos”. No ganó dinero, pero la gloria del triunfo le marcó para siempre.