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Schilacci, el juguete roto de Italia 90
El fútbol, al igual que la vida, es como una montaña rusa: unas veces estás arriba y otras lo haces abajo, o viceversa. Sea como fuere, un claro ejemplo de ello es el delantero italiano Salvatore Schilacci. Y es que el ariete transalpino pasó de la nada a la gloria en un breve espacio de tiempo. Sin embargo, su estrella se apagó a la misma velocidad a la que había comenzado a brillar.
El Toto, sobrenombre con el que fue conocido, comenzó a dar sus primeros pasos en el mundo del fútbol en el AMAT Palermo, de su ciudad natal. Aunque Salvatore duró poco tiempo en el equipo de su tierra, apenas un año, y fichó en el 82 por el Messina, que entonces militaba en la Serie C, equivalente a la Tercera División española.
Allí Schillaci comenzó a destacar como un delantero oportunista y con chispa. Tanto que incluso logró acaparar el protagonismo de algún que otro artículo de la prensa local. Todo ello le llevó a fichar, contra todo pronóstico, en 1989 por uno de los grandes de Italia: la Juventus. Sin embargo, los bianconeri entonces vivían en una especie de depresión post-Platini y en la liga estaban a la sombra de Milan e Inter.
En tanto, la selección italiana estaba en pleno proceso de renovación preparando el Mundial del que iban a ser anfitriones en el 90. El seleccionador de aquel equipo, Azeglio Vicini, tenía como base de aquella escuadra a una camada de jugadores jóvenes muy importante con gente como Paolo Maldini, Gianluca Vialli, Giuseppe Giannini, Walter Zenga, Carlo Ancelotti o Andrea Carnevale. Sin embargo, ese equipo tenía una tara muy importante: le faltaba gol.
Por ello, tras una temporada más que aceptable aunque sin llegar a números extrasféricos, Vicini decidió incluirle para sorpresa del personal en la lista definitiva para el Mundial de 1990. Eso sí, en un principio, partía como una de las últimas opciones que tenía Italia para el ataque, pues en esa posición el seleccionador prefería a hombres como Vialli y Carnevale. Sin embargo, la gloria le estaba llamando a la puerta.
Toto, como era previsible, comenzó el torneo como suplente, pero su estrella se comenzaron a agigantar conforme fueron pasando los encuentros. En la primera fase, con tres goles, salvó a Italia de un ridículo mayúsculo y permitió que los azzurri pasaran la primera fase. Algo que hizo que en el tercer partido del campeonato se hiciera con una titularidad que ya no iba a abandonar en todo el torneo.
En los octavos y en los cuartos Schillaci dejó su sello marcando en ambos partidos, algo que le valió para pasar en apenas unos días del anonimato a ser una estrella mundial, el delantero que estaba en boca de todos. Sin embargo, Salvatore, que comenzó a ser apodado como “el padrino del gol” por sus orígenes sicilianos, no pudo evitar que Italia cayera derrotada en las semifinales del torneo contra la Argentina de Maradona.
Aun así, el delantero marcó en el partido por el tercer y cuarto puesto y logró hacerse con la bota de oro del torneo. Aunque él se quedó con algo más grande: en el torneo se había ganado el corazón y aprecio de todos los tifosi, quienes le consideraron como el mejor jugador de Italia en el Mundial. Sólo Roberto Baggio, que comenzaba a dar clases sobre el encerado, consiguió robarle algo de fama a Toto.
Aunque, lamentablemente para Schillaci, esto finalmente sólo se quedó en el bonito sueño de unas noches de verano. Regresó la competición a nivel de clubes y al Toto se le acabó la pólvora tan rápido como se había convertido en una estrella, pues en las dos siguientes temporadas en la Juventus apenas anotó nueve goles.
Las puertas de la selección, además, se le cerraron de manera definitiva y los aficionados azzurri que tanto le aclamaron por sus goles en el Mundial le olvidaron pronto debido a la confirmación de Baggio como un ‘fuoriclassi’ y la fulgurante aparición de otros delanteros como Signori o Casiraghi.
Por ello, en el verano del 92 firmó por el Inter de Milán, donde tampoco logró cuajar y se dio cuenta de que, definitivamente, su estrella se había pagado. Así un año más tarde los neroazzurri no pusieron ninguna traba en que Salvatore firmara por el Jubilo Iwata japonés, convirtiéndose de esa manera en el primer jugador italiano que jugaba en esa liga.
Allí, con buenas cifras realizadoras, vivió sus últimos días en el mundo del fútbol. Mirando, quizás, con nostalgia aquellos días en el que su estrella emergió pero que desapareció con la misma fuerza y rapidez que llegó al firmamento.
Luciano Re Cecconi, el ángel rubio
Uno de los equipos que más ha dado que hablar a lo largo de la historia del calcio italiano ha sido la Lazio de los 70. Aquel conjunto logró acabar con la supremacía que entonces tenían las escuadras del norte, sobre todo las de Milán y Turín. Sin embargo, el vestuario de esa Lazio era un auténtico polvorín dividido en dos bandos que se llevaban a morir en el que lo típico era ver como los jugadores iban armados a los entrenamientos y a cualquier sitio. Uno de los pocos futbolistas normales de los romanos que se salían de este estereotipo fue Luciano Re Cecconi, el Ángel Rubio.
Luciano nació el uno de diciembre de 1948 en Nerviano, Milán. Como futbolista dio sus primeros pasos en el Pro Patria, de la Serie C, con el que debutó el 14 de abril del 68. Allí Carlo Regalia apostó fuerte por él y pronto logró hacerse con la titularidad. Aun así, fue Tommaso Maestrelli el que se encargó de esculpir al jugador. El técnico vio algo especial en aquel centrocampista que se había mostrado muy bien dotado físicamente pero que técnicamente todavía dejaba algo que desear.
Por esta razón, decidió ficharlo para el Foggia, de la Serie B, en el 68. Allí permaneció hasta el 72, año en el que nuevamente Maestrelli se volvió a acordar de él y lo reclutó para la Lazio, una escuadra que le presentaba el mayor resto de su carrera: intentar hacerse con el Scudetto. Allí se convirtió en lo que denominan en Italia como un “quatro polmoni”, un centrocampista que cubría todo el campo.
Re Cecconi se ganó en su primer año tanto a afición como a crítica y comenzó a ser apodado como el Ángel Rubio por su melena cobriza o como Netzer por su parecido con el futbolista alemán. Aquella Lazio se quedó a un paso de ganar en el 73 el título, pero si que logró que la Juventus mordiera el polvo en el 74, posibilitando de esta manera que la entidad romana sumara su primer Scudetto.
Sin embargo, el vestuario de aquel equipo pese a los éxitos en el campo era lo más parecido a la guerra civil. “Llevábamos pistola casi todos y había dos equipos distintos, ni nos veíamos en los hoteles. Si un grupo ya había utilizado un secador de pelo, por ejemplo, el otro no se atrevía ni a tocarlo. Eso sí, en el campo éramos sólo un equipo. Si en un partido alguien le hacía daño a Chinaglia o Wilson, que eran de su clan, Martini y los suyos se comían al que lo hubiera hecho. Luego, durante la semana, ni nos hablábamos”, relata D’Amico, uno de los componentes de la escuadra romana.
De hecho, la Lazio no pudo participar en la Copa de Europa del 75 por una paliza que les dieron en el vestuario a los ingleses del Ipswich Town el año anterior. Finalmente, aquel conjunto campeón acabó desmembrándose y uno de los pocos que permaneció fue Lucianno, muy apreciado por todos por su carácter divertido y alegre. Algo que le iba a marcar para siempre.
El 18 de enero de 1977 se encontraba por las calles de Roma con Ghedin, un compañero de la Lazio, y con Giorgio Fraticcioli, un perfumero amigo de ambos. Cuando los dos jugadores se disponían a marcharse a su casa, el perfumero insistió en que se quedaran. “Vamos, ven conmigo, el tiempo para dejar un poco de algo para Tabocchini, el joyero, y estamos de vuelta. Cecco, tienes que contarme de nuevo lo que te dijo Picchio, ¿cómo hacer que se pierda el rigor? «.
Lucciano también conocía al joyero, que en los últimos meses había sufrido varios robos a mano armada. Por ello, cuando llegaron al establecimiento decidió gastarle una broma. “Fermi tutti. Questa è una rapina” (Quietos todos. Esto es un atraco), señaló el ángel rubio al entrar. Bruno Tabocchini se encontraba de espaldas, por lo que no había logrado ver a sus amigos.
Por ello, presa del pánico por los robos sufridos antaño, cuando se dio la vuelta desenfundó su pistola «Walther», con la que pegó un tiro que acabó en apenas veinte minutos con la vida del ángel rubio. Un mes más tarde, el joyero fue absuelto por un tribunal romano. El jurado decidió que Tabocchini actuó en estado de legítima defensa real pese a que el fiscal Franco Marrone había pedido para él la condena de tres años de prisión. Fue el final más trágico para un equipo marcado por un estigma que parecía decidido a acabar con él. Por ello, el destino fue tan cruel: se prefirió llevar a aquel que siempre desenfundaba una sonrisa a un arma.